Nuestro párroco, pbro. Juan Francisco Pinilla, nos propone esta reflexión en torno al Evangelio de este Domingo:
Entre los dos orantes de este evangelio, solo para uno, la oración fue un encuentro real con Dios. Un ponerse ante la presencia de un Dios bondadoso, que conoce lo que hay en el corazón de sus hijos. Percibir esta presencia, llena de verdad, belleza y justicia, hace resaltar por contraste, la infinita distancia de nuestra imperfección. El publicano se encontró con Dios precisamente, a partir de su indigencia, que con humildad expone ante su Dios. En el caso del fariseo, ocurre al revés, es Dios quien debe comparecer ante el ser humano para advertir su aparente justicia y bondad. Hay en esto una profunda lección sobre la oración, núcleo de toda la vida espiritual del cristiano. La oración verdadera, es decir, la que nos hace entrar en una comunión de vida y amor con el Señor, es aquella en que abrimos un espacio para la infinitud de Dios, para la contemplación de su grandeza y de su libertad. No nos ponemos nosotros en el centro, sino a Dios. Y estando Dios al centro, hay espacio para los demás y para toda la creación, sin exclusión de nadie ni discriminación. El que ora incluye en su corazón a sus hermanos y pone en marcha silenciosamente el poder de la comunión desde dentro.
Salir justificado de la oración significa hallarse en la justicia, es decir, en la correcta relación filial ante Dios y en comunión con los demás.
De dos creyentes, solo uno, es decir el 50% de una totalidad, solo uno oró de verdad y en justicia.
Texto Evangelio (Lucas 18, 9-14)
Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola:
Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas”.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado.
