Nuestro párroco, pbro. Juan Francisco, nos comparte su reflexión en torno al Evangelio de este Domingo, XIV del tiempo ordinario (texto al final de esta página).
Este evangelio tiene tres menciones a la alegría en sus dos versículos finales, en el regreso alegre de los enviados a anunciar el Reino “en medio de lobos”, y en la corrección de la alegría por parte de Jesús: alegrarse de que el nombre esté inscrito en el libro de la vida.
Es una imagen que recorre toda la Biblia, desde Moisés y los salmos, especialmente el Apocalipsis. Lo que se asocia al juicio de Dios sobre la historia. Pero, un libro antes de ser un registro significa un conocimiento guardado para no olvidar. El libro de la vida alude entonces al conocimiento de Dios de todo nuestro actuar en el mundo, hoy diríamos la base de datos de Dios. La historia misma guarda las consecuencias y realiza el juicio de lo que hacemos o dejamos de hacer. No hay acciones que queden encapsuladas solo en nosotros, todo tiene sus consecuencias que abarcan a toda la creación.
Pero hay que notar que se trata de un libro de la vida, no de la muerte. El libro de la vida guarda la memoria del amor de Dios. Y la vida es el don de Dios por excelencia. Jesús mismo ha dicho: yo soy la vida. Por lo tanto, la vida es el proyecto eterno de Dios para los seres humanos, un proyecto dañado por el pecado, pero nunca destruido. Por eso el derecho a la vida es sagrado, incluso la de Caín. Hallar el nombre propio en el libro de la vida significa ser reconocido por Dios. Y este es un plan eterno, su elección de amor que precede toda existencia.
Corrige el Señor a los cosechadores del Reino: No se alegren de someter demonios, es decir, del triunfo sobre el mal de este mundo que pasa, lo cual es un anhelo legítimo del corazón, sino alégrense de hallarse contenidos en el corazón eterno de Dios. Es una inversión de las cosas, pues, de esta conciencia de hallarse en el libro de la vida, de ser alguien aceptado y amado en el corazón de Dios, brota la victoria sobre el mal. Cuánto mal nace de considerarse desconocido, de no importarle a nadie, ni a la madre siquiera; de no contar entre los actores de la historia… Ese sentimiento de menosprecio se expresa en violencia y agresión. Y es el primer demonio que debemos exorcizar. Jesús este domingo, nos invita a su alegría; él, el primer misionero enviado por el Padre se sabe, ante todo, el Hijo muy amado y en esta conciencia ha cumplid su misión y ha subido a la cruz de su victoria.
Evangelio (Lc 10, 1-12. 17-20)
El Señor designó a otros setenta y dos, además de los Doce, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde Él debía ir. Y les dijo: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.
¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos. No lleven dinero, ni provisiones, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino.
Al entrar en una casa, digan primero: “¡Que descienda la paz sobre esta casa!” Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes.
Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa. En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan; sanen a sus enfermos y digan a la gente: “El Reino de Dios está cerca de ustedes”.
Pero en todas las ciudades donde entren y no los reciban, salgan a las plazas y digan: “¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido a nuestros pies, lo sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino de Dios está cerca”.
Les aseguro que en aquel Día, Sodoma será tratada menos rigurosamente que esa ciudad”.
Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre”.
Él les dijo: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Les he dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañarlos. No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo”.

